El circo, tan polémico en nuestros días, es dueño de un cierto misticismo capaz de sorprender a cualquiera. Sus personajes se enajenan bajo figuras y disfraces deslumbrantes, entre actos osados que cautivan por igual a chicos y grandes. Pero tras las bambalinas se ocultan los restos de la fantasía, como una ilusión que se desvanece al cierre del telón. Es en ese momento cuando la cámara de Juan Pablo Cardona entra en acción para retratar la cotidianidad de los integrantes del Circo. Sus imágenes están cargadas con la melancolía de quien sabe que nada de eso es real, sin embargo, resulta casi mágico trasladarse a través de sus fotografías a los instantes en que los artistas circenses se van preparando para el acto o simplemente llevan a cabo sus actividades diarias, tan extrañas como caminar con un hipopótamo por la calle o mirar a la jaula de los tigres desde una silla de ruedas. Cardona construye una narración visual en la que paradójicamente cada imagen funciona como sinécdoque. A ese grado ha logrado sintetizar la magia y la tristeza que se abrazan en el circo. Su obra ofrece dos lecturas distintas, que sin embargo se mezclan en una sola: la maravilla del circo y el trabajo detrás de cada acto, reflejado en las miradas penetrantes de los niños ensayando algún número, una mujer ataviada con su atuendo circense caminando por la calle hacia un poni o un hombre que extiende el espectáculo y se asoma a las fauces de un hipopótamo mientras sobre la barda es observado por tres espectadores.